“Es por ello de suma
importancia que la celebración de la Misa, o Cena del Señor, esté ordenada de
tal forma que los sagrados ministros y los fieles, participando en ella cada
uno según su propio orden y grado, traigan abundancia de los frutos por los que
Cristo instituyó el Sacrificio eucarístico de su Cuerpo y de su Sangre y lo ha
confiado, como memorial de su Pasión y resurrección, a la Iglesia, su amadísima
esposa”.
ZENIT.org ZS10061804 18-06-2010
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Por Paul Gunter, OSB
1. La oración íntima y personal de Jesús
Para el sacerdote, dar fruto en la vida y en el ministerio
depende de la unión con Dios, unión que está en la base también del hecho de
que los fieles se dirijan a él para que rece por ellos. Jesucristo confió a
aquellos que le seguían más de cerca una palabra que aclara el sentido de todo
el bien que habrían hecho: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos El que
permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, no podéis
hacer nada” (Jn 15,5). El mismo Señor Jesús, en el contexto de los muchos
milagros realizados por él, estableció un tiempo para estar solo, para dedicar
a la oración a su Padre celestial. Para Jesús, la oración oficial de la
liturgia era soportada por una vida interior, en la cual la reserva apoyaba esa
intimidad que nutre la oración personal. Las dimensiones eclesial y comunitaria
se refuerzan por una relación personal similar con Dios, que cada fiel espera
poder profundizar.
La búsqueda de Dios, que da significado a la vida de los
que lo aman, sirve de recuerdo cotidiano del hecho de que toda bendición
proviene y al mismo tiempo dirige hacia el Dios omnipotente. La Sagrada
Escritura describe de forma vívida el alimento que Jesús tomaba de su vida de
oración escondida: “él se retiraba a lugares desiertos para orar” (Lc 5,16).
Del mismo modo, notamos la importancia de los distintos momentos del día, por el
hecho de que Jesús se muestra particularmente atento al silencio de la oración,
en la que busca la voluntad del Padre. Momentos similares animan un especial
recogimiento y una cercanía ininterrumpida: “Por la mañana se alzó cuando aún
estaba oscuro y, tras salir de casa, se retiró a un lugar desierto y allí
rezaba” (Mc 1,35); “Después, subió a la montaña para orar a solas. Y al
atardecer, todavía estaba allí, solo” (Mt 14,23).
2. La oración íntima y personal del sacerdote
El sacerdote, consciente de participar en la obra de
Cristo, se esfuerza por seguir su ejemplo, por guiar el santo pueblo de Dios al
Padre, a través de Cristo en el Espíritu Santo. Él sabe muy bien que, dado que
sus defectos dañan la credibilidad de su testimonio, debe pedir con no menor
urgencia a Dios que infunda en él las virtudes propias de su estado. Parte de
la homilía propuesta en el rito de ordenación del presbítero instruye a aquel
que va a ser ordenado de esta forma: “Así continuarás la obra de santificación
de Cristo. A través de tu ministerio, el sacrificio espiritual de los fieles se
hace perfecto, porque está unido al sacrificio de Cristo, es ofrecido a través
de sus manos en el nombre de la Iglesia de forma incruenta sobre el altar, en
la celebración de los sagrados misterios. Reconoce lo que haces, imita a aquel
que tocas, para que celebrando el misterio de la muerte y resurrección del
Señor, puedas mortificar en ti mismo todos los vicios y prepararte a caminar en
una vida nueva” [1].
Se ve, por ello, que el motivo de una particular
preparación del sacerdote antes de la Misa y el agradecimiento después de ella
reside en el beneficio para la Iglesia entera, porque el sacerdote que
santifica al pueblo cristiano necesita él en primer lugar ser colmado por el
espíritu de santidad. Siempre es de ayuda al sacerdote haber tomado un momento
para considerar los textos que rezará durante la Misa, sea en el día en el que
participará la asamblea, sea cuando falta esta. Oportunas reflexiones previas
sobre los textos pueden estimular un deseo más profundo de Dios. La preparación
textual constituye una preparación litúrgica coherente para la Santa Misa, no
en último término porque está basada en la Sagrada Escritura. Un sacerdote que
cultiva el silencio personal en el tiempo que precede y que sigue a la Santa
Misa, con su misma disposición animará el espíritu de meditación.
Un sacerdote en atención pastoral podría tener que luchar
para establecer el silencio deseable en toda sacristía, especialmente si se
presenta la necesidad de tener que recibir en ella a los fieles. Pero
precisamente para él en particular, los textos de preparación antes de la Misa
y de agradecimiento después de ésta pueden ser rezados en cualquier momento.
Éstos reconocen también las limitaciones de tiempo y por ello se presentan como
un apoyo espiritual más que como una imposición de obligación sobre el
sacerdote que intenta celebrar la Misa del modo más reverente posible. Debe
señalarse que la ligera categoría [blanda rubrica] que se encuentra bajo los
títulos de la Praeparatio ad Missam y de la Gratiarum Actio en el
Misal de 1962 reconoce estas exigencias concretas del sacerdote [2]. Ningún acto de amor, por
definición, es apresurado. Habiendo ofrecido el supremo sacrificio del amor de
Cristo, es de esperar que un sacerdote sea movido a hacer lo que sea posible
para encontrar un tiempo, aunque sea breve, para una acción de gracias después
de la Misa. Y se sentirá reforzado por haberlo hecho.
La preparación de un sacerdote para la Misa será
ulteriormente apoyada por el ciclo de la Liturgia de las Horas, que enriquece
la vida de todo sacerdote. La antigua sabiduría del Ritus Servandus in
Celebratione Missae, que se encuentra aún en la primera parte del Misal de
1962, presume la importancia intrínseca del Oficio Divino para la vida interior
del presbítero. Ésta establecía que los Maitines (actual Oficio de Lectura,
n.d.t.) y los Laudes debían haberse completado antes de la celebración. También
debe decirse que el contexto de esa prescripción secular no podía tener
presente la Misa de la tarde [3].
Dado que la Misa se celebra actualmente en cualquier hora
del día litúrgico, ya no se aplica esta norma de modo restrictivo, sin embargo
los Principios y Normas para la Liturgia de las Horas explican
atentamente la conexión entre la celebración de la Eucaristía y la Liturgia de
las Horas: “Cristo ha mandado: 'Hay que rezar siempre sin descanso' (Lc 18,1).
Por ello la Iglesia, obedeciendo fielmente a este mandato, no cesa nunca de
elevar oraciones y nos exhorta con estas palabras: 'Por medio de él (Jesús) ofrecemos
continuamente un sacrificio de alabanza a Dios' (Hb 13,15). A este precepto la
Iglesia responde no solo celebrando la Eucaristía, sino también de otras
formas, y especialmente con la Liturgia de las Horas, la cual, entre las demás
acciones litúrgicas, tiene como característica, por antigua tradición
cristiana, santificar todo el transcurso del día y de la noche” [4].
3. La Praeparatio ad Missam
3.1. La comparación de los textos ofrecidos para la Praeparatio
muestran que las mismas oraciones están incluidas en las dos formas del
Rito Romano, aunque hayan sido reducidas a cuatro en el Missale Romanum de
1970. En este, encontramos la oración Ad Mensam de san Ambrosio; la Omnipotens
sempiterne Deus, ecce accedo de santo Tomás de Aquino; una oración a la
Beata Virgen María, O Mater pietatis et misericordiae; y la Fórmula de
Intención Ego volo celebrare Missam [5]. A raíz de una primera reforma de las indulgencias hecha
después del Concilio Vaticano II y publicada en el Enchiridion de las
Indulgencias de 1968, no se mencionan las indulgencias que fueron unidas a
la recitación de estas oraciones por Pío IX, cuyos detalles habían sido
publicados en el Misal de 1962.
3.2. Amplios textos adornan ese Misal, La antífona Ne
reminiscaris pide a Dios que sea misericordioso a pesar de nuestros pecados
y de los de aquellos que nos han precedido. Esta va seguida por los salmos 83,
84, 85, 115 y 129. El Kyrie eleison, Christe eleison, Kyrie eleison y el
Pater noster, cuyas dos últimas líneas forman el inicio de una serie de
versículos, son seguidos por un número de colectas breves. En algunos manuales
devocionales estas siete colectas se atribuyeron a san Ambrosio y asignadas a
los diversos días de la semana. Sea como sea, por como están colocadas en el
Misal, se considera que deben decirse sucesivamente bajo una única conclusión.
Todas, excepto la séptima, se concentran sobre la obra de santificación del
Espíritu Santo. La séptima colecta es seguida por una doxología más larga que
concluye la serie. La primera colecta reza para que el Espíritu Santo
resplandezca en nuestros corazones, para que podamos celebrar dignamente los
santos misterios. La segunda pide que podamos amar a Dios perfectamente y
alabarlo dignamente. La tercera, que podamos servir a Dios en la castidad y
pureza de espíritu, mientras que la cuarta implora al Paráclito que ilumine
nuestras mentes. La quinta pide la fuerza del Espíritu Santo para expulsar las
fuerzas del enemigo. La sexta colecta pide la sabiduría y la consolación, y la
última pide a Dios que nos purifique y que haga de nosotros el lugar de su
morada.
3.3. La extensa Oratio Sacerdotis ante Missam está
dividida en el Misal en siete partes, una por cada día de la semana, y forma
una meditación orante sobre la imitación de las virtudes de Cristo, Sumo
Sacerdote. Su significado es tan confortante como exigente. La relevancia de
sus diversos temas es adecuada a su estilo literario, que es insistente e
íntimo. El domingo, el sacerdote pide al Espíritu Santo que le enseñe a tratar
los santos misterios con reverencia, honor, devoción e íntimo temor. El lunes,
se concentra sobre su necesidad de castidad perfecta, mientras que el martes,
el sacerdote reconoce su propia indignidad al celebrar la Misa y, mientras
proclama su fe en que Dios puede suplir cuanto le falta, pide percibir su
presencia mientras celebra y también ser rodeado por los ángeles. El miércoles
sale a la luz el elenco de las necesidades sociales de las personas por las
cuales Cristo derramó su Sangre. El jueves, el sacerdote, mientras mendiga la
misericordia divina, recuerda cómo la providencia socorre la fragilidad humana:
“Tu amas todo lo que existe, y no desprecias nada de cuanto has hecho” [6]. El viernes, el sacerdote reza
especialmente por los difuntos y el sábado reflexiona sobre el gran don del
Santísimo Sacramento y suplica que éste le pueda conducir a ver a Dios cara a
cara.
3.4. El Ad Mensam de san Ambrosio pide que el Cuerpo
y la Sangre de Cristo puedan perdonar al sacerdote sus pecados y protegerlo de
sus enemigos. La Oración de santo Tomás de Aquino, en cambio, pide que el poder
curador del Santísimo Sacramento pueda preparar al sacerdote a la visión eterna
de Dios. En la Oración a la Beata Virgen María, el sacerdote reza no sólo por
sí mismo, sino por todos sus hermanos que celebran la Misa ese día en todo el
mundo. Siguen oraciones a san José, a todos los ángeles y santos y finalmente
una oración al santo en honor del cual será celebrada la Misa. La Fórmula de
Intención recuerda al sacerdote la intención de la Iglesia respecto a la
celebración de la Misa, así como su papel dentro de la misma. El sacerdote no
opera solo. Lo que él realiza ha sido entregado por Cristo a su Iglesia,
confirmado por el Magisterio y apoyado por la Tradición. El sacerdote hace
presente el Cuerpo y Sangre de Cristo. Él sigue el rito de la santa Iglesia
católica. Su objetivo es el de alabar a Dios y a la Iglesia celeste, mientras
reza por la terrena, y en particular por todos aquellos que se han encomendado
a sus oraciones, como también por el bienestar de toda la Iglesia católica.
Después, al rezar por todos los fieles, el sacerdote pide que el Señor le
conceda a él y a todos alegría con paz, cambio de vida, un espacio de verdadera
penitencia, la gracia y el consuelo del Espíritu Santo y la perseverancia en
las buenas obras.
4. La Gratiarum Actio post Missam
4.1. El cuerpo de textos que forma el agradecimiento tras
la Misa muestra amor, humildad y fe que se exaltan en el don sublime de la
Santísima Eucaristía. El Missale Romanum de 2002 contiene la Oración
Universal atribuida al papa Clemente XI y el Ave María. Además, en común con el
Misal de 1962, contiene la Oración de santo Tomás de Aquino; las Aspiraciones
al Santísimo Redentor o Anima Christi; la Ofrenda de sí o Suscipe;
la Oración ante Nuestro Señor Jesucristo crucificado e En Ego; y la
Oración a la Beata Virgen María. A estos textos en el Misal de 1962 se anexaban
las indulgencias de los papas Pío X, XI y XII, mientras que algunos textos del Missale
Romanum de 2002 han sido incluidos también en el Enchiridion de las
Indulgencias.
4.2. En el Misal de 1962, una antífona precede al Benedicite
(cf. Dn 3,56-58) y al Salmo 150. Observando la misma estructura de la
Preparación a la Misa, el Kyrie eleison y algunos versículos abren el
camino a algunas colectas. La primera de ellas reza para que, como los tres
jóvenes fueron sacados ilesos de las llamas, así puedan los siervos del Señor
evitar las heridas del pecado. La segunda colecta pide que las obras buenas que
Dios ha comenzado en sus siervos puedan llegar a su cumplimiento, mientras que
la tercera, que tiene un tema semejante a la primera, es una oración a san
Lorenzo, diácono y mártir, a quien se halló vencedor en el sufrimiento. Las
devociones que el sacerdote puede recitar pro opportunitate poseen
expresiones semejantes a las peticiones de protección en nuestro viaje hacia el
cielo. Tras la oración de santo Tomás hay otra (alia oratio) y el himno
métrico Adoro Te, sigue la amada oración del Anima Christi. El Suscipe
y el En Ego preceden a otra oración que pide que la Pasión de Cristo
sea la fuerza del sacerdote, su defensa y gloria eterna. Antes de las oraciones
a san José y al santo en honor del cual se ha celebrado la Misa, la Oración a
la Beata Virgen María ofrece a Jesús, que ha sido recibido en la Santísima
Eucaristía, a la Virgen Madre, para que Ella pueda volver a ofrecerlo en el
supremo acto de adoración (latreia), o culto perfecto, a la Santísima
Trinidad.
5. Conclusión
El Ordenamiento General del Misal Romano establece:
“Es por ello de suma importancia que la celebración de la Misa, o Cena del
Señor, esté ordenada de tal forma que los sagrados ministros y los fieles,
participando en ella cada uno según su propio orden y grado, traigan abundancia
de los frutos por los que Cristo instituyó el Sacrificio eucarístico de su
Cuerpo y de su Sangre y lo ha confiado, como memorial de su Pasión y
resurrección, a la Iglesia, su amadísima esposa” [7]. La preparación del sacerdote a la Misa y al acto de
acción de gracias sucesivo se completan mutuamente. Estos nutren la reverencia
en los corazones y en las mentes de los fieles que son ayudados a participar
con mayor intensidad en la liturgia celebrada por un sacerdote que se ha
beneficiado de la oportunidad de recogimiento. Lo que anima la preparación
previa promueve también la acción de gracias sucesiva a la Misa. Ambas guían
continuamente a la Iglesia hacia y desde el Sacrificio eucarístico que celebra
y hace presente los frutos del misterio pascual hasta que Cristo vuelva en el
fin de los tiempos
[Traducción del inglés por Mauro
Gagliardi, del italiano por Inma Álvarez]
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Notas
1) Pontificale
Romanum, “De Ordinatione Episcopi, Presbyterorum et Diaconorum”, cap. 2, n.
151: Munere item sanctificandi in Christo fungéris. Ministério enim tuo
sacrifícium spirituále fidélium perficiétur, Christi sacrifício coniúnctum,
quod una cum iis per manus tuas super altáre incruénter in celebratióne
mysteriórum offerétur. Agnósce ergo quod agis, imitáre quod tracta, quátenus
mortis et resurrectiónis Dómini mystérium célebrans, membra tua a vítiis
ómnibus mortificáre et in novitáte vitæ ambuláre stúdeas.
2) La expresión Praeparatio ad Missam impresa en
negro está seguida por otra: pro opportunitate sacerdotis facienda escrita
en rojo, lo que califica los textos como recursos facultativos que el sacerdote
puede usar según las circunstancias.
3) Sacerdos celebraturus Missam […] saltem Matutino cum
Laudibus absoluto.
4) Institutio Generalis de Liturgia Horarum, cap. 1,
n. 10.
5) Missale Romanum, editio typica tertia 2002,
nn. 1289-1291.
6) Sb 11,24 forma el introito del Miércoles de Ceniza,
tanto en la forma ordinaria como en la extraordinaria del Rito Romano.
7) Institutio Generalis Missalis Romani, 2002, n.
17.
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